El centurion, que estaba en frente, al ver como expiro dijo:
“Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”
(Mt 15, 39)
Hemos visitado las ruinas de la sinagoga de Cafarnaum, en el pueblo donde vivía el apóstol San Pedro, y esta visita ha sido también para mí muy emotiva, pese a la inmensidad de la sinagoga, que nada tiene que ver con la otra sinagoga donde predicara el Señor que hemos visto, mucho más pequeña, recogida, intacta y que invita más a orar y recogerse, porque fue construida por un personaje muy entrañable para mí que es el centurión de Cafarnaúm.
En efecto, cualquiera que me conozca un poco sabe que hay dos personajes evangélicos por los que siento una gran veneración y devoción: La hemorroísa que quedó sanada al tocar la orla del manto del Señor y este centurión romano del que los expertos no se ponen de acuerdo si se trataba de uno (tanto el del milagro de la sanación del siervo como el que estuvo al pie de la cruz) o si se trataban de dos centuriones diferentes.
Sea como fuere, lo cierto es que en Cafarnaúm debía haber un acuartelamiento militar, dirigido por un centurión, que entre otras cosas “era querido y respetado” por los judíos de la zona porque “Ama a nuestra nación y él mismo nos ha construido la sinagoga.” (Lc 7, 5) y al que el Señor sana a su siervo enfermo, poniéndolo como ejemplo de fe ante los propios judíos, pese a ser pagano y miembro de las fuerzas de ocupación.
Siempre me ha impresionado el testimonio del centurión de Cafarnaum, porque a favor de su siervo enfermo no le importó rebajarse ante aquellos frente a los cuales, como opresor, soldado y romano, debía inspirar temor y autoridad, pues era verdaderamente un gesto audaz e inaudito pedirle ayuda al Señor en su doble condición de opresor y pagano… sería algo parecido a que un nazi, por ejemplo, en un campo de concentración, pidiera ayuda a un prisionero… con el simple hecho de pedir ayuda a alguien que se supone inferior él mismo se rebaja, se pone a la misma altura y pierde la autoridad… Y sin embargo, ha quedado como testimonio de fe, hasta el punto de que son suyas las palabras que pronunciamos, en la liturgia, antes de comulgar “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” (-aunque las digamos en primera persona, (Mt 8, 8)).
Y, con independencia de que sea o no el mismo hombre, siempre he dicho que el centurión romano de la lanzada, que estuvo al pie de la cruz, fue el primero que hizo una confesión de fe “estilo Credo”, que yo llamo el “mini credo” cuando pronunció aquellas palabras tan tajantes “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mt 15, 39).
La tradición cristiana piadosa, en parte apoyada por los textos apócrifos, nos dice de este centurión, al menos el de la cruz, que se llamaba Longinos, y que tras el acontecimiento de la lanzada se convirtió al cristianismo y fue posteriormente martirizado, constando de esta manera en el martirologio y el santoral tanto de la Iglesia Católica, como de la copta y la armenia. A modo de curiosidad os diré que en la Basílica de San Pedro del Vaticano hay una estatua enorme, de Longinos, en una de las capillas laterales, obra de Bernini, y que, en las capillas ortodoxas del Santo Sepulcro hay otra capilla dedicada a este centurión.
Y añadiré algo más, en las visiones de la beata Ana Catalina Emmerich sobre la Pasión del Señor, nos narra que este Centurión fue el que estuvo dando viajes, después de que Cristo fuera descendido de la cruz y entregado a su madre, acarreando agua para que María Santísima limpiara la sangre y las heridas de Jesús muerto al mismo pie de la cruz.