viernes, 19 de agosto de 2011

EL ESPÍRITU DE DIOS HOY ESTÁ SOBRE MÍ...

Y predicaba en las sinagogas de Judea

(Lc 4, 44)


Hay gran cantidad de referencias evangélicas a la predicación del Señor en las sinagogas, el lugar de celebración de la palabra de Dios, del pueblo de Israel, en Nazaret pudimos hacer una visita, a una pequeña sinagoga en la que el Señor predicó suscitando la polémica entre sus propios paisanos:

Fue a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró un sábado en la sinagoga y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías. Lo abrió y dio con el texto que dice: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor. Lo cerró, se lo entregó al empleado y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Él empezó diciéndoles: Hoy, en presencia vuestra, se ha cumplido este pasaje de la Escritura. Todos lo aprobaban, y estaban admirados por aquellas palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: Pero, ¿no es éste el hijo de José? Él les contestó: Seguro que me diréis aquel refrán: médico, sánate a ti mismo. Lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaún, hazlo aquí, en tu ciudad. Y añadió: Os aseguro que ningún profeta es aceptado en su patria. Ciertamente, os digo que había muchas viudas en Israel en tiempo de Elías, cuando el cielo estuvo cerrado tres años y medio y hubo una gran carestía en todo el país. A ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta en Sidonia. Muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; pero ninguno fue sanado, sino Naamán el sirio. Al oírlo, todos en la sinagoga se indignaron. Levantándose, lo sacaron fuera de la ciudad y lo llevaron a un barranco del monte sobre el que estaba edificada la ciudad, con intención de despeñarlo.

(Lc 4, 16-29)


Se trata de una sinagoga pequeña, conforme a la cantidad de habitantes que pudiera tener Nazaret, una simple aldea, en aquella época. Actualmente hay un pequeño altar, con el icono del Señor predicando en dicha sinagoga.

Sin embargo, la Sinagoga de Nazaret nos habla de la incomprensión de los propios paisanos del Señor, respecto de su figura, su persona y su mensaje, pareciera como decir “¿No es este el hijo de José?” sirviera para desprestigiarlo, pero no podemos olvidar que eso mismo es lo que hacemos nosotros, muchas veces, cuando clasificamos a nuestros hermanos atendiendo a su capaciad económica, a su situación labora, a su poder adquisitivo o al rancio abolengo, como se suele decir, de sus apellidos, y olvidamos, que el título que más nos engalana, el que mayor dignidad nos confiere y que, por ende, a todos nos iguala, es el que recibimos en nuestro bautismo: Este es mi hijo amado, mi predilecto, es decir, que todos somos hijos de Dios.

Y, a la inversa, lo acontecido en la sinagoga de Nazaret, debería interrogarnos a nosotros también, sobre lo difícil que resulta dar testimonio del Señor, y de nuestra fe, precisamente en los ámbitos que nos son más cercanos, como la familia, el trabajo, los amigos… se supone que son ámbitos de nuestro devenir social en el que ya nos conocen, saben cómo somos, cómo opinamos, qué pensamos de la vida y sin embargo, por regla general, suelen ser las esferas de nuestra vida en las que más difícil se hace el testimonio, o las que mayor causa de problemas y sobresaltos traen a nuestra vida…

Vayamos a la sinagoga de Nazaret, otra vez, siguiendo los pasos de la memoria en nuestro corazón, y sentémonos, de nuevo, a escuchar la Palabra del Señor, con los oídos abiertos y el corazón dispuesto, librándonos de todos los prejuicios, y volvamos a escuchar: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor”, porque eso mismo, y no otra cosa, es lo que espera el Señor de ti, no como paisano suyo, sino como hermano suyo e hijos del mismo Padre bueno del Cielo.